“El miedo es, y ha sido a lo largo de la evolución, una emoción imprescindible para la supervivencia de cualquier individuo, puesto que contribuye a mantenerlo alejado de los peligros y permite dar una respuesta muy rápida ante dicha situación”, explica María José Collado, psicóloga e investigadora de la Universidad Complutense de Madrid.
Se trata de “una emoción básica y universal que aparece como respuesta ante un peligro real o imaginado”, detalla la especialista.
Asimismo, indica que el miedo tiene unas bases biológicas que permiten una respuesta instintiva o automática ante un peligro. De este modo, resulta muy común que las personas tengan miedo a algunos animales o a ciertas situaciones, “a menos que hayan aprendido a dar otra respuesta ante tal situación”, detalla.
ENFRENTAMIENTO O HUIDA.
Pero igual que se puede aprender a no tener miedo ante una situación determinada, el miedo puede aprenderse.
De hecho, el grupo de investigación de los neurocientíficos Eric R. Kandel y Catherine Dulac ha encontrado que el pánico también se aprende a través de distintas memorias, lo que podría producir cambios genéticos.
Esto significa que cuando una situación nos genera temor, se almacena en el cerebro para que, si vuelve a repetirse, podamos anticiparnos a ella. No obstante, Collado señala que, a veces, no es necesario que ocurra lo mismo para que la persona reaccione igual. Por ejemplo, para quien ha sufrido un atraco, encontrarse con alguien que tenga un físico parecido al del atracador o que lleve una prenda de ropa igual podría activar todo el circuito cerebral de la respuesta de miedo. “La cuestión está en que estas memorias parece que podrían modificar ciertos genes. Sin embargo, esto todavía no está del todo claro”, apunta.
“El sobresalto es una emoción que se desencadena cuando percibimos una amenaza. Es un mecanismo básico de supervivencia que da la señal a nuestro cuerpo para que responda al peligro mediante el enfrentamiento o la huida. Por lo tanto, el miedo es esencial para mantenernos a salvo”, destacan los especialistas de la Universidad de Minnesota.
En este sentido, María José Collado precisa que aunque el pavor se presenta como una reacción automática ante la presencia de una amenaza, afecta al organismo en tres niveles: cognitivo, fisiológico y motor.
“En el nivel cognitivo se produce una valoración del peligro y de nuestros recursos para enfrentarnos o huir de él. Esta valoración estaría basada en nuestros conocimientos y memorias y, en muchas ocasiones, es automática, es decir, la persona no tiene por qué ser consciente de ello”, aclara.
Además, la especialista recalca que, desde este nivel, también se puede anticipar el daño o generar pensamientos sobre la falta de control, lo que podría incrementar la sensación de sobresalto.
Por su parte, en el nivel fisiológico “destaca el aumento del ritmo cardiaco, de la presión arterial, de la coagulación sanguínea y de la glucosa en sangre”, expone.
Además, “se detienen las funciones no esenciales y se fija la atención en el peligro a través del sistema límbico. Es decir, el organismo se prepara para una huida rápida del peligro, a pesar de que en nuestra sociedad esta respuesta, diseñada para escapar de los depredadores, apenas tiene valor”, manifiesta.
“Por último, en el nivel motor, pueden darse tres respuestas: enfrentamiento, paralización o huida”, indica.
EMOCIÓN PARA LA SUPERVIVENCIA.
La psicóloga afirma que solemos tener miedo de todo aquello que amenaza nuestra supervivencia. “De hecho, el miedo primordial es el miedo a la muerte o a sufrir un daño, ya sea físico o psicológico, como la pérdida de un ser querido”, aclara.
Asimismo, señala que, por lo general, tenemos miedo de los animales, la enfermedad, los procedimientos médicos, los accidentes, la oscuridad, las alturas, los desconocidos o de no poder cubrir nuestras necesidades básicas de refugio y comida.
“Por otro lado, existen situaciones que pueden generar pánico pero que no están ligadas a la supervivencia. Se trata del miedo al rechazo y a la soledad, que ya no tiene la misma función que tuvo, pues a lo largo de la evolución ser rechazado por el grupo suponía perder su protección y quedar expuesto a los depredadores”, describe.
“También puede haber pavor a seres imaginarios como fantasmas, monstruos, demonios o muertos vivientes, entre otros, que han sido recogidos con gran frecuencia por la literatura y el cine”, expresa.
“El temor suele durar poco tiempo y después desaparece, pero también puede perdurar. De hecho, en algunos casos toma el control de nuestras vidas afectando al apetito, al sueño y a la concentración durante largos periodos de tiempo. Ese miedo puede impedirnos viajar, acudir al trabajo, al centro de estudios o salir de casa. También puede suponer un obstáculo a la hora de hacer cosas sencillas e incluso puede afectar a nuestra salud”, manifiesta la Fundación para la Salud Mental, una organización ubicada en el Reino Unido.
Del mismo modo, María José Collado subraya que el miedo debe entenderse como una emoción que sirve para garantizar la supervivencia.
En este sentido, se convierte en un problema cuando pierde su función natural. Esto ocurre “cuando no existe un motivo real para sentirlo, es decir, si se presenta sin que haya un peligro o una amenaza para la integridad de la persona”, detalla.
La psicóloga añade que el miedo también supone un problema cuando disminuye la calidad de vida o el bienestar quien lo padece, de forma que esa persona evita situaciones que son importantes para ella o no las enfrenta de manera adecuada, lo que puede tener consecuencias negativas sobre la esfera laboral y social.
Collado aclara que, al contrario que el miedo, las fobias son una respuesta irracional ante una situación que no constituye una amenaza real para el individuo.
“Dentro de las fobias hay distintos grados en cuanto a si son o no una amenaza real. Por ejemplo, en la fobia a conducir existe un peligro real de tener o provocar un accidente y, en este caso, se considera una fobia cuando las posibilidades de sufrir un daño se sobreestiman, se generan conductas desadaptativas y la persona afectada sufre”, precisa.
La especialista concluye que, “en el otro extremo estarían, por ejemplo, el horror a los espacios cerrados o a las palomas que, en última instancia, no comportan ningún peligro real”.
EFE