Darío Echandía, quien fuera presidente de nuestro país en 1943, hizo célebre la frase de que “Colombia es un país de cafres”. Lo decía, convencido, de que el apoyo estatal no llegaba a las clases más populares porque los recursos eran aprovechados por cafres, zafios, brutos o salvajes —escoja usted el sinónimo— que en su profundo egoísmo se quedaban con el capital o lo redirigían hacia otros intereses políticos o económicos de su conveniencia, dueños de una infinita capacidad para hacer el mal. ¿Le suena conocido?
La palabra cafre etimológicamente se deriva del árabe Kafir (pagano). Se utilizó para referirse a los habitantes de la antigua colonia inglesa de Cafrería, en Sudáfrica. Hoy su significado aplica —y se usa también en México, Cuba y Puerto Rico— como un adjetivo insultante para llamar a aquellas personas despóticas que constantemente infringen las normas sociales y legales, o que intimidan en su cinismo al vecino, llegando casi a la delincuencia. Es decir, como se dice popularmente: un —o una— malparido.
Se puede ser cafre desde cualquier clase social. Existen en las instituciones públicas y privadas, y como es obvio no se limita solo a Cartagena. Incluso esa falta de escrúpulos no tiene que ver solamente con haber recibido una educación pobre o baja. Hay cafres en la política, en el mundo artístico, en las clínicas, en las academias, en las fábricas, en las cárceles, en los púlpitos y así hasta el aburrimiento total.
Pero si nos vamos a la raíz de esta serie de antivalores que se perpetúan familiar, social y culturalmente, es justamente la familia la que ocupa un lugar principal en la creación de un cafre, que se inicia como un niño cafre.
Graciela Galán Picón, psicóloga experta en el trabajo emocional con niños, explica que hay niveles diferentes de cafres conforme a su resistencia a la autoridad y que inevitablemente está relacionado con el establecimiento de límites y el respeto en la familia.
—Hemos pasado de padres que se imponían con violencia y una autoridad excesiva, a papás que funcionan enteramente bajo los deseos de los hijos—dice la especialista—, lo que convierte a los últimos en pequeños tiranos.
También es cierto que respeto al otro no es hacer “todo lo que los adultos quieren”, lo que supone una negociación en donde el egoísmo se diluya en la cortesía y la inteligencia con límites establecidos. Es decir, “el egoísmo es bueno cuando se entiende bien, cuando no se afecta al otro”. Graciela dice que con frecuencia atiende casos de padres cuyos hijos “nunca han conocido límites”, lo cual dificulta todo el proceso de disciplina, en algunos casos inexistente.
Pero no se trata solamente de imponer sanciones, también, dice la psicóloga, es un asunto de consecuencia y coherencia.
—Pasa que algunos padres supuestamente aplican esos castigos de ‘1000 años a cadena perpetua’—comenta Galán, asomando una leve sonrisa—, pero luego van retrocediendo, no son consistentes.
Estos padres terminan siendo muy confusos para los menores, y el aparente castigo se queda en nada.
“Yo estoy ‘peleando’ el valor del regaño sobre el castigo”, dice Graciela Galán, en referencia a que la sanción se vuelve una circunstancia de quitar y poner beneficios, que el niño cafre, para este caso, aprende a manejar.
—Eso ya no tiene efecto, pero fue una ventaja en su tiempo porque veníamos de un método muy agresivo; digamos que se ‘prostituyó’ el castigo—dice, resueltamente.
Como comenta la psicóloga, son más importantes los regaños claros que establezcan una comunicación en términos de cariño. “Hay que decirles a los chicos: ‘Te quiero, pero tu comportamiento no es correcto, lo que estás haciendo no está bien’”.
Sobre todo a los padres primerizos, indica la experta, “les da miedo establecer el regaño", pero “el regaño debe aparecer antes de que aparezca la rabia, la firmeza es más válida que un grito”.
Galán sugiere tres puntos en la crianza: establecer dónde se ha sido permisivo, hacer un contrato simbólico en el que todos pongan de su parte, y abolir las agresiones para rescatar el respeto. “No es fácil y es un trabajo permanente”, indica.
También llama la atención sobre el impacto que tienen las redes sociales en el comportamiento de los niños.
—En estos medios digitales se pone mucha información fuerte y si ‘soy inmaduro’ la información suelta nos puede parecer divertida. Así empieza la imitación.
Para Galán, hay que entender que las redes sociales son vertiginosas y esa velocidad genera una inmediatez en la que no hay tiempo para la reflexión. “Hoy en día los abrazos son virtuales. Hay casas en donde todos los miembros de una familia están en la sala chateando entre sí mismos. No nos preguntamos, ¿qué está pasando? La tecnología nos ha invadido”.
La especialista insta a los padres a que les enseñen a sus hijos a identificar sus emociones.
—El aprendizaje emocional lo dan los papás, pero generalmente se descuida este aspecto por las ocupaciones de los padres en sus trabajos. Así que no se les enseña a identificar sus sentimientos: una rabia quizá no es una rabia, sino miedo o ansiedad. El niño cafre tiene una sensibilidad muy alta que puede redirigirse a las actividades artísticas y deportivas”.
El entorno
Si bien el ser cafre tiene un gran componente familiar, también está directamente relacionado con el ambiente en el que nos desenvolvemos.
Jacque Fresco, uno de los ingenieros sociales más longevos y audaces por sus innovaciones biomédicas e industriales, sostiene que “no hay gente buena ni mala, hay gente criada en diferentes entornos en los cuales ellos creen”. Para Fresco, 99 años, “tienes que ser lo suficientemente inteligente para no antagonizar con la gente que piensa diferente que tú”.
En este sentido, continúa, los seres humanos no somos responsables por nuestro sistema de valores, éstos son aprendidos. “La genética no tiene nada que ver con la avaricia, los negocios, el prejuicio racial. Todos los sistemas operantes en cualquier sociedad son parte de tu educación: los libros que lees, los modelos de conducta que sigues y la gente que admiras. Los genes no controlan los valores”.
Incluso este pionero en la Ingeniería de los factores humanos va más allá cuando dice que “lo que consideras popular y normal hoy, será considerado un comportamiento aberrante en el futuro”.
Somos un reflejo exacto de la cultura en que vivimos.